Respiro y miro a un niño de unos cuatro o cinco años que se ha separado del carro que llevan un hombre y una mujer, con una niña un poco mayor que el chico. Se me queda mirando cuando cojo una botella de zumo recién exprimido que venden a precio de oro.
—Tiene trozos… —me dice con una medio lengua de trapo, señalando al zumo que acabo de depositar en mi carro.
Al principio no le entiendo, hasta que hace un gesto de asco con la boca. Creo saber que me dice que tiene pulpa y que eso le produce rechazo. Le sonrío y él lo hace conmigo. Me enternezco pensando en el hijo muerto de Andrés. Me estoy aguantando un acceso de lágrimas, cuando se acerca la madre y le coge de la mano.
—Carlos, deja tranquila a esa chica.
En ese momento, ella me sonríe pidiéndome disculpas por la molestia del niño.
—No te preocupes. Me ha avisado que tiene pulpa este zumo y lo voy a cambiar —le contesto con una sonrisa, que hace que el niño se anime a esbozar otra muy intensa y amplia—. A mí tampoco me gusta.
Se van, aunque él se gira y me mira, poniendo de nuevo el gesto de asco en la boca. Yo, sonriendo, coloco de nuevo el bote de zumo en el estante. El niño eleva los brazos como un boxeador que acabara de ganar el combate. Un segundo más tarde, sonríe triunfador y esa imagen tan sencilla y simple, hace que me quede pensando en que la vida puede ser maravillosa. Y que todos esos pequeños detalles triviales, por desgracia, me son demasiado ajenos.
Comments